Siempre es interesante conocer las figuras de los próceres y
de aquellos hombres que hicieron historia, de aquellos desconocidos que se
lanzan a seguir sus convicciones dispuestos a entregar su propia vida, acción
que los vuelve inmortales. En Argentina, la figura del Gral. San Martín es la
más respetada, al menos de forma mayoritaria. Sucede que, de forma general,
conocemos la vida y las obras realizadas por la patria de parte de San Martín,
gracias a la poca y distorsionada información que nos brinda la escuela
primaria y secundaria, información que muchas veces esta tergiversada y
manipulada por diversos poderes para hacernos consumir la historia que ellos
necesitan que la gente sepa.
El libro “La voz del
gran jefe” es una obra que me ha despertado múltiples sensaciones,
sensaciones intensas, y es que, no es para menos, leer y aprender sobre la vida
y las acciones de semejante personaje no puede menos que llenarte de orgullo, y
a la vez de impotencia y tristeza, de bronca, por las injusticias que tuvo que
enfrentar en su vida.
La postura del libro
Pigna tiene un punto de vista muy interesante, y que
comparto completamente. Y es que las figuras de los próceres de nuestro país están
divinizadas, pero, ¿Qué significa esto? Es que son puestas en un escalón casi
de “deidad”, deidades que no tenían defectos, que mucho menos tenían posturas y
opiniones políticas, deidades que no eran tercos y rebeldes y que por supuesto,
obedecían todas las reglas, leyes y todas las ordenes de los directores y
poderes de aquella época.
Pues, toda esa figura de deidad y cuasi-divina alrededor de
San Martín son mentira. El libro nos deja saber que era una persona
comprometida políticamente e incluso, un rebelde, capas de desobedecer las órdenes
del directorio (lo que hoy en día equivale al presidente) si no le parecían justas.
**
Es un libro más que recomendable, y que, a mi parecer,
tendría que ser obligatorio en todas las instituciones educativas, ya que queda bien en claro lo hijo de putas que fueron Rivadavia, Alvear, Castelli y toda esa clase de gente. Y también queda bien en claro, lo glorioso que fue la persona del General San Martín.
Fragmentos del libro
¡CARAJO!, NO ME PIDA
MÁS
El director Pueyrredón
había estimado que en su totalidad la expedición libertadora a Chile tendría un
costo de unos dos millones de pesos de entonces, cuando el ingreso de un
jornalero rondaba los 10 pesos mensuales, que era aproximadamente también el
sueldo promedio de los soldados del Ejército de los Andes. De ese total, poco
más de 900.000 pesos fueron aportados por el Directorio desde Buenos Aires; el
resto provino de lo que San Martín debió recaudar en Cuyo y los aportes de
otras provincias, incluidos los aportes voluntarios y las contribuciones
forzosas.
Pueyrredón, aunque
siguió empeñado en la guerra civil contra los federales de Artigas, incluso
ante la invasión portuguesa de la Banda Oriental iniciada a mediados de 1816,
cumplió en todo lo que pudo con los reclamos de San Martín, tal como habían
convenido en su entrevista. Para ello, en más de una ocasión, debió enfrentar
los intereses dominantes de Buenos Aires, a los que en última instancia
respondía. Un director supremo desbordado le escribía al futuro Libertados, en
noviembre de 1816:
"A más de las 400 frazadas
remitidas de Córdoba, van ahora 500 ponchos, únicos que se han podido
encontrar. Van todos los vestuarios pedidos, y muchas más camisas. Si por
casualidad faltasen de Córdoba en remitir las frazadas, tome usted el arbitrio
de un donativo de frazadas, ponchos o mantas viejas a ese vecindario y el de
San Juan; no hay casa que no pueda desprenderse sin perjuicio de una manta
vieja: es menester pordioserar cuando no hay otro remedio.
Van 400 recados.
Van hoy por correo en un cajoncito los dos únicos clarines que se han encontrado.
Van los 200 sables de repuesto que me pidió.
Van 200 tiendas de campaña o pabellones, y no hay más.
Va el mundo.
Va el demonio.
Va la carne.
Y no sé yo cómo me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo; a bien que en quebrando, cancelo las cuentas con todos y me voy yo también para que usted me dé algo del charqui que le mando. Y, ¡carajo!, no me vuelva usted a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido en un tirante de la Fortaleza".
Van 400 recados.
Van hoy por correo en un cajoncito los dos únicos clarines que se han encontrado.
Van los 200 sables de repuesto que me pidió.
Van 200 tiendas de campaña o pabellones, y no hay más.
Va el mundo.
Va el demonio.
Va la carne.
Y no sé yo cómo me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo; a bien que en quebrando, cancelo las cuentas con todos y me voy yo también para que usted me dé algo del charqui que le mando. Y, ¡carajo!, no me vuelva usted a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido en un tirante de la Fortaleza".
SAN MARTÍN Y
RIVADAVIA, UN CRUCE PELIGROSO
En Mendoza, el
Libertador esperaba ansioso cada mañana el correo con noticias del Perú, de una
carta que lo convocase a terminar lo que él llamaba “la gran obra”, es decir,
la Independencia definitiva de América. También temía la llegada de una esquela
que le anunciara la partida definitiva de su mujer. Pero el rencor de los
rivadavianos, nuevamente en el poder en Buenos Aires, estaba dispuesto a
ensañarse con el general que se había negado a participar de la represión interna
contra los federales.
Años más tarde le
confesaría a su amigo O’Higgins:
“Confinado en mi
hacienda en Mendoza, y sin más relaciones que con algunos de sus vecinos que
venían a visitarme, nada de esto bastó para tranquilizar la desconfiada
administración de Buenos Aires; ella me cercó de espías; mi correspondencia era
abierta con grosería”.
Todavía dos años antes
de su muerte, el Libertador guardaba aquellos tristes recuerdos de la
persecución de que fue objeto. Así lo demuestra en su carta al presidente del
Perú, general don Ramón Castilla:
“De regreso de Lima,
fui a habitar una chacra que poseo en las inmediaciones de Mendoza; ni este
absoluto retiro, ni el haber cortado con estudio todas mis antiguas relaciones,
y, sobre todo, la garantía que ofrecía mi conducta desprendida de toda facción
o partido cubierto de las confianzas del Gobierno que en esta época existía en
Buenos Aires: sus papeles ministeriales me hicieron una guerra sostenida,
exponiendo que un afortunado se proponía someter la república al régimen
militar y sustituir este sistema al orden legal y libre”.
El representante diplomático
chileno en Buenos Aires, Miguel José de Zañartú, le había advertido a O’Higgins:
“Todos abominan de San
Martín y no ven en él más que un enemigo de la sociedad desde que se ha
resistido a tomar parte en las guerras civiles y ha impedido la marcha de sus
tropas. A él le atribuyen la sublevación de los pueblos y si se aumentan las
desgracias del país, creo que lo quemarán en estatua”.
Con el argumento de
que no estaban dadas las condiciones de seguridad, Rivadavia negó el permiso a
San Martín para viajar a Buenos Aires.
El verdadero temor del
ministro y hombre fuerte de la política porteña era que el general tomase
contacto con Estanislao López, gobernador de Santa Fe, y que su presencia diese
un vuelco favorable a los federales en Buenos Aires.
En octubre de 1823
llegó desde Buenos Aires el capitán retirado Manuel Guevara trayendo una carta
de López para el general. El gobernador santafesino le advertía a San Martín
que el gobierno porteño pensaba someterlo a juicio por su desobediencia a la
orden directorial de 1819 de abandonar la campaña libertadora y sumarse a la
guerra civil, al tiempo que le ofrecía su apoyo:
“Para evitar este escándalo
inaudito y en manifestación de mi gratitud y del pueblo que presido, por
haberse negado V.E. tan patrióticamente en 1820 a concurrir a derramar sangre
de hermanos con los cuerpos del Ejército de los Andes, que se hallaban en la
provincia de Cuyo, siento el honor de asegurar a V.E. que, a su solo aviso,
estaré con la provincia en masa a esperar a V.E. en el Desmochado, para
llevarlo a triunfo hasta la Plaza de la Victoria. Si V.E. no aceptase esto, fácil
me será hacerlo conducir con toda seguridad por Entre Ríos hasta Montevideo”.
Olazábal, que
presenciaba la escena, cuenta que San Martín le dijo:
“No puedo creer tal
proceder en el gran pueblo de Buenos Aires. Iré pero iré solo, como he cruzado
el Pacífico, y estoy entre mis mendocinos. Pero si la fatalidad así lo quiere,
yo daré por respuesta mi sable, la libertad de un mundo, el estandarte de
Pizarro y las banderas que flotan en la catedral, conquistadas con aquellas
armas que no quise teñir con sangre argentina. ¡No! Buenos Aires es la cuna de
la Libertad”.
San Martín confirmará
las advertencias de López en una carta a su amigo Tomas Guido:
“¿Ignora usted por
ventura que en el año 23, cuando yo por ceder a las instancias de mi mujer de
venir a darle el último adiós, resolví en mayo venir a Buenos Aires, se
apostaron partidas en el camino para prenderme como a un facineroso, lo que no
realizaron por el piadoso aviso que se me dio por un individuo de la misma
administración -¡y en que época!- en la cual ningún gobierno de la Revolución
ha tenido más que regularidad y fijeza? ¿Y después de estos datos, no quiere
usted que me ponga a cubierto, no por mi vida, que la sé despreciar, pero sí de
un ultraje que echaría un borrón sobre mi vida pública? Convenga Ud., amigo,
que la ambición es respectiva a la condición y posición en que se encuentran
los hombres, y que hay alcalde de lugar que no se cree inferior a un Jorge IV”.
El Libertador declinó
el ofrecimiento de López para evitar “más derramamientos de sangre”, y pese a
la amenaza de ser apresado “como un facineroso”, partió de todos modos hacia
Buenos Aires, de donde le llegaban noticias de que el estado de Remedios era ya
terminal.
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