En el primer escrito de esta serie de artículos sobre “Vigilar
y Castigar” de Foucault, vimos cómo el poder utilizaba los suplicios a modo de
ventana, para que todos pudieran ver lo que les esperaba si alguno cometía un
acto que creara la menor duda sobre los poderes establecidos.
Ahora, esa acción, brutal y despiadada a modo de
advertencia por parte del status quo no siempre generaba el efecto deseado, y
Foucault lo deja en claro en los siguientes párrafos:
Pero,
sobre todo – y en esto es en lo que dichos inconvenientes se convertían en un
peligro político -, jamás tanto como en estos rituales que hubiesen debido
mostrar el crimen abominable y el poder invencible, se sentía el pueblo tan
cerca de aquellos que sufrían la pena; jamás se sentía más amenazado, como ellos,
por una violencia legal que carecía de equilibrio y de mesura. La solidaridad
de una capa entera de la población con quienes podríamos llamar pequeños
delincuentes – vagabundos, falsos mendigos, indigentes de industria,
descuideros, encubridores, revendedores – se había manifestado muy persistente:
la resistencia al rastreo policíaco, la persecución de los soplones, los
ataques a la ronda o a los inspectores lo atestiguaban.
Ahora
bien, era la ruptura de esta solidaridad lo que se estaba convirtiendo en el
objetivo de la represión penal y policíaca. Y he aquí que, de la ceremonia de
los suplicios, de esa fiesta insegura de una violencia instantáneamente reversible,
era donde se corría el riesgo de que saliera fortalecida dicha solidaridad
mucho más que el poder soberano.
Es decir, que con los suplicios se buscaba la magnificencia
del poder, la superioridad y el absolutismo del mismo; pero cada testigo lograba
verse así mismo, y que todos esos actos que se realizaban sobre el cuerpo del
condenado sobre el cadalso, podrían bien sufrirse en carne propia, y ahí es
donde nacía esa solidaridad y efecto dual y contrario al poder. Este resultado
no deseado fue en parte el gran impulsor para buscar otras formas de castigo.
Foucault continua:
Los
crímenes proclamados ampliaban hasta la epopeya unas luchas minúsculas que la
sombra protegía cotidianamente. Si el condenado se mostraba arrepentido,
pidiendo perdón a Dios y a los hombres por sus crímenes, se le veía purificado:
moría, a su manera, como un santo. Pero su misma irreductibilidad constituía su
grandeza: al no ceder en los suplicios, mostraba una fuerza que ningún poder lograba
doblegar: “el día de la ejecución, frío, sereno e impasible, se me vio hacer
sin emoción la pública retractación, téngase o no por increíble. Luego en la
cruz fui a sentarme sin que tuvieran que ayudarme”. Héroe negro o criminal
reconciliado, defensor del verdadero derecho o fuerza imposible de someter, el
criminal de las hojas sueltas, de las gacetillas, de los almanaques, de las
bibliotecas azules, lleva consigo, bajo la moral aparente del ejemplo que no se
debe seguir, toda una memoria de luchas y enfrentamientos.
En el párrafo anterior, Foucault deja ver, no que los criminales
deben exaltarse, sino la siguiente paradoja: al no buscar el poder mediante el
suplicio un castigo sino demostrar su magnificencia absoluta sobre todos,
despierta en la figura de los criminales que el poder no doblega, una especie
de resistencia y de esperanza para aquellos que a diario sufren el sobre poder
que sobre ellos se ejerce, es decir, el condenado imposible de someter se
convierte casi en el bastión de esperanza interna de cada ciudadano.
Esto entonces es un problema, no solo hace más
solidarios a los ciudadanos entre sí, ayudándose si es necesario a ocultarse
por el crimen cometido, sino también, un tipo inquebrantable, por más
delincuente que sea o por más inocente erróneamente condenado, da esperanzas, y
el poder buscaba tan solo mostrar sus “brazos musculosos”, al no suceder el
efecto deseado esto debe cambiarse de alguna forma, y allí es donde comienza
lentamente la evolución de las leyes hasta el día de la fecha:
A
lo largo de todo el siglo XVIII, en el interior y en el exterior del aparato
judicial, en la práctica penal cotidiana como en la crítica de las
instituciones, se advierte la formación de una nueva estrategia para el
ejercicio del poder de castigar. Y la “reforma” propiamente dicha, tal como se
formula en las teorías del derecho o tal como se esquematiza en los proyectos,
es la prolongación política o filosófica de esta estrategia, con sus objetivos
primero: hacer del castigo y de la represión de los ilegalismos una función
regular, coextensiva a la sociedad; no castigar menos, sino castigar mejor;
castigar con una severidad atenuada quizá, pero castigar con más universalidad
y necesidad; introducir el poder de castigar más profundamente en el cuerpo
social.
Este cambio de enfoque es en suma mucho más provechoso
que el de los suplicios, y esta es la función que ejerce Foucault con su libro,
hacernos ver por qué las leyes fueron cambiando y evolucionando, las mismas no
se hicieron para darnos “derechos humanos”, sino, para de forma más invisible,
oprimirnos más aún. Y en el último párrafo esto queda claro, que el delito
cometido no sea solo una ofensa contra el rey y/o el poder de turno, en cambio,
que si sea una ofensa al cuerpo social entero, y que sea el cuerpo social quien
vigile que no se falte su respeto y que no se levanten ofensas en su contra,
logrando de esta manera que la sociedad castigue los ilegalismos en su
conjunto, haciendo parte (solo en el castigo y en el control) a la sociedad, al
ciudadano común. Buscando de esta manera una eficiencia mayor en el respeto de
las leyes y, sobre todo, en el de los poderes. Pero además buscando también romper
con esa solidaridad del cuerpo social con los crímenes que despertaban los
suplicios.
En un próximo articulo seguiré hablando sobre “Vigilar
y Castigar”, aún queda mucho por entender de este brillante libro.
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